El frío en la fortaleza del norte era diferente. No era el frío limpio y cortante de las montañas de Blackthorn, sino un frío húmedo que se adhería a la piel como una segunda capa, penetrando hasta los huesos. Brianna lo sentía mientras caminaba por los pasillos de piedra gris, escoltada por dos lobos de mirada vacía que la conducían hacia la cámara principal.
Las antorchas proyectaban sombras danzantes sobre las paredes, y cada paso resonaba como un latido en aquel lugar que olía a musgo, a sangre antigua y a secretos enterrados. Brianna mantenía la cabeza alta, aunque por dentro temblaba. No por miedo a lo que vendría, sino por la rabia que crecía en su interior con cada revelación.
La gran puerta de roble tallado se abrió ante ella. En el centro de la estancia circular, sentado en un trono de huesos y plata, estaba el hombre al que una vez llamó padre.
—Mi pequeña flor ha regresado a casa —dijo Aldrich Moreau, con aquella voz aterciopelada que ahora le provocaba náuseas—. Aunque no