El cielo se tiñó de un carmesí profundo, como si las estrellas sangraran sobre el firmamento. La Luna Roja se alzaba imponente, un ojo antiguo que observaba el mundo con la indiferencia de quien ha presenciado mil guerras y mil paces. Brianna la contemplaba desde la ventana de la habitación principal, sintiendo cómo su piel ardía bajo su influjo.
—Está comenzando —susurró para sí misma, mientras sus dedos trazaban el contorno del cristal empañado por su aliento.
Las manadas del norte se habían estado preparando durante semanas. Los aullidos lejanos llegaban hasta la fortaleza de Damien como presagios de muerte. La Luna Roja solo aparecía cada cien años, y con ella, según las antiguas profecías, vendría el cambio, la purificación, la guerra.
Damien entró en la habitación sin hacer ruido, pero Brianna sintió su presencia como una corriente eléctrica recorriendo su columna vertebral. El vínculo entre ellos, aunque incompleto, pulsaba con vida propia.
—Deberías estar descansando —dijo él,