El salón principal de los Delacroix resplandecía con una elegancia calculada. Lady Mercy había convocado a un té vespertino, invitando a varias damas de la alta sociedad local: Lady Pemberton y sus dos hijas casaderas, la condesa de Ashford con su lengua afilada, y la viuda Duchess Hartwell, cuya opinión podía hacer o deshacer una reputación en cuestión de horas.
Clara había sido específicamente requerida para asistir. No como invitada, por supuesto, sino como lo que realmente era: la institutriz, allí para demostrar el progreso de Sophia ante las visitas ilustres.
Ahora, de pie junto al piano con Sophia pegada a su falda, Clara sentía el peso de todas esas miradas evaluándola, juzgándola, encontrándola carente en todos los aspectos que import