La noche caía sobre el palacio como un manto de terciopelo negro, salpicado de estrellas que parecían observar, cómplices silenciosas de los secretos que se gestaban bajo los techos de mármol. Khaled permanecía inmóvil en el balcón de sus aposentos, con la mirada fija en los jardines que se extendían más allá, donde las fuentes murmuraban historias antiguas y las palmeras se mecían con la brisa nocturna.
Sus manos, curtidas por años de entrenamiento con la espada, se aferraban a la balaustrada con tanta fuerza que los nudillos se le habían tornado blancos. Bajo su techo dormía un enemigo. Un enemigo que sonreía, que compartía su mesa, que intercambiaba cortesías con él cada mañana. Un enemigo que, lo sabía bien, codiciaba lo único que Khaled no estaba dispuesto a ceder: Marina.
El recuerdo de ella atravesó su mente como un relámpago, iluminando cada rincón oscuro de su ser. Marina, con su cabello del color del trigo maduro y sus ojos que reflejaban el azul profundo del mar Mediterráneo