El polvo danzaba en los rayos de sol que se filtraban por los ventanales de la biblioteca oeste, aquella que permanecía casi siempre cerrada. Clara había conseguido la llave gracias a la pequeña Sophia, quien la había encontrado entre los objetos personales de su padre y, con una sonrisa cómplice, se la había entregado sin mediar palabra. La niña parecía entender, con esa intuición propia de quienes observan más que hablan, que Clara necesitaba ese espacio.
La habitación olía a papel antiguo y a secretos. Estanterías que llegaban hasta el techo albergaban tomos que nadie había tocado en años. Clara pasó sus dedos por los lomos de cuero, sintiendo bajo sus yemas la historia de generaciones.
—Aquí debe haber algo —murmuró para sí misma, mientras sus ojos recorrían los títulos grabados en oro.
No sabía