Un ligero escalofrío estremeció su cuerpo. Emilia meditó por unos segundos el significado del tono de su voz. Había algo allí, algo que iba más allá de la advertencia de sus palabras.
No tuvo otro remedio que dejarlo de lado, Anya, al igual que Katerina, era una mujer muy hundida en ese mundo, nueve de cada diez palabras que decían eran una trampa, un insulto velado o una amenaza. Se recordó a sí misma que Anya trabajaba directamente para el socio de Alexander, uno que parecía haberlo traicionado, no podía ni debía confiar en lo que dijese, pues tanto para ellos como para el mundo, ella era una de las personas de Sidorov.
Retomó el recorrido decidida a encontrar a Alexander y preguntarle si podían marcharse. No solo estaba agotada mentalmente, su cuerpo comenzaba a acusar el cansancio de la noche, el atuendo que la obligaba a estar erguida todo el tiempo y los tacones de diez centímetros que torturaban sus pies.
—¿Dónde demonios se metió? —preguntó entre dientes, doblando por un pasil