El mar golpeaba suavemente las rocas al pie del acantilado. El aire olía a sal, a madera húmeda y a silencio. Dante estaba allí, de pie, contemplando el horizonte como si las olas pudieran responderle la única pregunta que se repetía a cada instante:
¿Quién soy?
Llevaba días —¿o semanas?— en la pequeña isla, donde las cabañas parecían salidas de otro siglo, y la civilización era apenas un eco lejano. El lugar estaba habitado por unas pocas personas que vivían como si el mundo moderno no existiera. Y él, el forastero sin pasado, se convirtió en parte de ese rincón olvidado.
Despertó herido, con fiebre y alucinaciones, cubierto de sangre y barro, arrastrado por el mar hasta una pequeña playa rocosa. Un pescador lo encontró y lo llevó a la cabaña de Abril, la joven que ahora, sin él entender por qué, no dejaba de mirarlo como si fuera una historia aún no escrita.
La cicatriz que cruzaba desde su cuello hasta el pecho era el único testigo visible de lo que le había ocurrido. Dolía menos a