Alicia cerró la puerta de la habitación con firmeza, dejando afuera no solo el eco de la voz de Dante, sino también todo lo que él representaba en ese momento. La estancia era elegante, decorada en tonos suaves de marfil y oro viejo, con una gran ventana que daba al jardín interior de la nueva residencia. Pero a pesar de la belleza del lugar, Alicia sentía que el aire le pesaba en el pecho.
Se sentó al borde de la cama, con las manos aferradas al borde del colchón, como si con eso pudiera anclar sus pensamientos. Tratar de poner orden a sus emociones era como intentar atrapar el agua entre los dedos. Dante estaba en su alma, en su mente, en su cuerpo. Cada caricia suya, cada mirada, cada palabra que había pronunciado con esa mezcla de frialdad y pasión dejaba huellas que no podía ignorar.
«No lo amo», se dijo en voz baja, como si al repetirlo con suficiente convicción pudiera hacerlo realidad. Pero el temblor en su voz la delató. Había algo más fuerte que la razón en ese vínculo que c