Alicia despertó temprano esa mañana, aún envuelta por los ecos de la noche anterior. Su cuerpo podía olvidar con el paso del tiempo, pero su alma no sabía cómo silenciar todo lo que Dante le hacía sentir. Cada palabra, cada mirada y cada roce quedaban impresos en su piel como un tatuaje invisible que dolía y acariciaba a la vez.
Dante ya estaba listo cuando ella bajó a desayunar. Vestía su característico traje oscuro, perfectamente ajustado a su cuerpo, impecable como siempre. Su mirada la recorrió con naturalidad, sin necesidad de decirle nada. Le ofreció una taza de café y luego, en ese tono tranquilo que usaba cuando intentaba no mostrar más de lo necesario, pronunció:
— Te llevare a la empresa, si estás de acuerdo.
Alicia lo miró, sorprendida. No porque él lo dijera, sino porque algo dentro de ella no encontró razones para negarse. Quizás era curiosidad, o tal vez era la necesidad de demostrarle que era más que una figura decorativa en su vida.
—De acuerdo —respondió sin más, con