Las campanas repicaron con un ritmo solemne y delicado, resonando entre las antiguas paredes de la catedral de mármol, donde cada rincón había sido decorado con rosas blancas, lirios y orquídeas traídas desde distintas partes del mundo. La alfombra marfil se extendía hasta el altar como una promesa, y los vitrales bañaban la iglesia en tonos dorados y carmesí. Las cámaras de los medios se mantenían al margen, obedeciendo el estricto protocolo que los Moretti y los Morgan habían impuesto para este evento, que acaparaba la atención de toda Italia.
Entonces, la música cambió.
El sonido del órgano llenó el aire con un himno celestial. Todos se levantaron. Los murmullos se apagaron. Las miradas se volvieron hacia la entrada de la iglesia.
Y allí estaba ella.
Alicia Morgan apareció de la mano de su padre, Alessandro, y por un momento el tiempo pareció detenerse. Con cada paso que daba, el mundo respiraba un poco más lento.
Su vestido era un diseño único, creado por las manos más talentosas