Eryx vio, desde su propio infierno de asfixia, cómo la piel de Shaya empezaba a tomar un tono rojizo… después violáceo. La visión se volvió borrosa por la falta de oxígeno, pero no necesitaba ver para sentir.
Ese hombre estaba tocando a su esposa. Ese hombre estaba lastimándola. Ese hombre estaba intentando matarla.
Algo dentro de Eryx explotó.
Un rugido surgió desde la profundidad de su pecho, un sonido primitivo, desgarrado, que incluso con la garganta apretada logró escapar.
Con una fuerza imposible, fruto de puro instinto y miedo, Eryx se impulsó hacia atrás y clavó su cabeza contra la nariz del atacante. El crujido fue espantoso. El hombre soltó la venda para cubrirse la cara, gritando por el dolor.
Eryx respiró. Un aliento apenas. Pero suficiente.
Giró hacia Shaya.
El otro hombre seguía encima de ella, sus dedos hundidos en su cuello, intentando inmovilizarla. Ella pataleaba con desesperación, arañando los brazos del atacante, luchando por un aire que no llegaba. Eryx no pensó.