33. Una llama encendida
Shaya dejó escapar un suspiro delante del espejo, uno de esos que nacen desde lo más profundo, cuando el alma pesa más que el cuerpo. Frente a ella, la imagen que devolvía el cristal era impecable, cabello recién cortado, labios rojos, un vestido que la abrazaba con elegancia. Todo proyectaba la seguridad que había construido como un escudo. Sin embargo, cuando cerró los ojos, esa coraza se desmoronó en silencio.
Cada vez que lo hacía —cada vez que se permitía apagar el mundo por un instante— lo veía a él. Santiago. La forma en que la había mirado esa noche, con esos ojos que mezclaban furia y deseo, amor y resentimiento. El recuerdo de su tacto todavía ardía en su piel, como un eco imposible de borrar.
El corazón se le apretó con fuerza, como si una mano invisible lo estrujara. Las lágrimas amenazaron con salir, pero Shaya las contuvo con la misma disciplina con la que ahora sostenía toda su vida. No podía llorar. No en ese momento. No cuando estaba decidida a no ser nunca más la m