32. Un Amor Que Aun Dolía
La reunión había terminado, aunque nadie podía llamarla “concluida”. Era más bien un caos controlado, voces que se apagaban, murmullos venenosos que flotaban en el aire como humo espeso, miradas que se esquivaban y otras que se clavaban como dagas. Emilia, la madre de Santiago, hablaba en susurros afilados con un par de abogados mientras agitaba la mano con un gesto imperioso. Claudia, la amante, se mantenía rígida en su asiento, intentando recomponer su pose de seguridad después de haber perdido más de una vez el hilo en aquella mesa dominada por intereses y egos.
Y Santiago… él no había pronunciado palabra durante toda la discusión. Permaneció callado, sentado en el extremo de la mesa, con los dedos entrelazados y los ojos fijos en Shaya. Esa mirada era peor que cualquier grito, porque tenía el peso del pasado y la intensidad de un fuego que ni el tiempo ni la traición habían logrado apagar.
Shaya había sentido cada segundo de esa observación, como si una corriente eléctrica le re