Estoy en nuestra habitación, con una botella de whisky aferrado al retrato del día de nuestra boda, a lo lejos escucho el incesante llanto de ese ser y cubro mis oídos para no oírla más o por lo menos, aplacar su escándalo.
—¡Ya cállate, maldita chiquilla! ¡Déjame en paz!
Tomé la botella y la empiné para beber de la misma, ya no me importaba nada, ni nadie. Mi ninfa ya no estaba, su risa, sus reclamos, sus ojos deseosos cada vez que hacíamos el amor, no había nada. Su espacio vacío en nuestra cama era el fiel recueerdo lo que fue y lo que ya no sería nunca más.
Sigo escuchando el llanto doloroso de esa bebé, pero estoy tan ebrio que a duras penas me puedo mantener donde estoy y de la nada, su llanto se detiene.
Una sensación de miedo se cuela por mis venas y no sé como hago para estar de pie frente a la habitación que mi ninfa había decorado para ella.
Un suave arrullo se escucha dentro y si no fuera por que estoy lo suficientemente cuerdo para saber que ella no ya está habría jurado