El día siguiente, Robert Lane cerró la carpeta de contabilidad con ese chasquido que le decía al cerebro que podía dejar de sumar como arma.
Salió de su oficina con el saco gris perfecto, el reloj alineado, el gesto de siempre que dice “todo bajo control”. Sus dos hombres lo flanquearon como puertas.
—El teléfono —dijo de golpe, tocándose el bolsillo y encontrándolo vacío. La novia, a veces, le mandaba audios largos.
Volvió sobre sus pasos, abrió la puerta con un gesto automático y entró.
La explosión fue un lenguaje nuevo.
No sonó; reventó.
El auto estalló en un sol a un metro del suelo; el calor lamió la pared y la volvió negra en un segundo.
Tres de sus hombres los de afuera no alcanzaron a ser nada más. El asfalto se abrió como pan fresco; el olor a metal caliente entró por los ojos.
Los vidrios cercanos llovieron hacia adentro.
El silencio después dolió más, por fin todos escucharon.
Robert se quedó pegado a la pared, con el corazón en el lado equivocado del pecho, y las manos en