La tercera noche fue peor, la iglesia improvisada en el callo estaba llena de luces cálidas, un capellán joven sostenía un libro con manos que le temblaban de emoción y todos aplaudían muy despacio como si temieran espantar la belleza, y de pronto el piano volvía a sonar como una alarma disfrazada y alguien gritaba su nombre desde la playa y el mar se volvía una pared de ruido.
Despertó con un grito que Valentín amortiguó con un abrazo; la sostuvo, le puso la mano en la nuca, le habló bajito y se quedaron así mucho rato, con el reloj del pasillo moviendo los segundos como si fueran pies cansados.
—No puedo dormir —admitió ella, con la voz áspera—. Los sueños no son nuestros ahora, y siento que el mundo me está pidiendo que demuestre algo que no sé cómo demostrar.
—No tienes que demostrarle nada al mundo —respondió él—, sólo recordar quién eres; si hace falta, nos vamos esta noche, nos casamos en la cocina con dos testigos y un cuchillo de mantequilla como anillo, y luego nos vamos a u