Cap. 4 Voy a la casa de mi tía

Dayana no esperó a su reacción. Cruzó la habitación y abrió sin ceremonias el armario. Vació cajones y tomó puñados de ropa, no la que él le compró (sedas impersonales, negros y beiges), sino las pocas prendas viejas que reconocía: unos jeans gastados, una sudadera de su universidad, unas botas. Los arrojó a una maleta abierta sobre la cama.

—Voy a la casa de mi tía —declaró, sin mirarlo.

—Mañana a las 9 a.m., mi abogada, la Sra. Valeria Stern (una leyenda en divorcios de alto perfil), estará en tu oficina con los papeles. Si no estás, los presentaremos directamente ante un juez junto con una orden de restricción por el incidente de hace un rato. Considera esto tu única advertencia.

La cólera de Ares fue un vendaval ciego. Quería atrapar a Dayana, encerrarla, forzarla a escuchar, a entender, a recordar... a ser la de antes. Pero en ese instante, Mario irrumpió en la habitación, corriendo como un poseso, y se interpuso. Sujetó a Ares con la fuerza desesperada de quien contiene a un león a punto de atacar.

—¡Ares, déjala que se vaya! Es mejor. Que se vaya a casa de su tía. Lo hablaremos con los abogados… ¡Escúchame! —suplicaba Mario, casi asfixiándolo en su esfuerzo.

Ares, sin embargo, no lo oía. Su mirada, cargada de furia y una confusión rabiosa, estaba clavada en Dayana. Ella, sin inmutarse, tomó su maleta con la ayuda de una Felicia pálida como la cera, que movía los labios en un silencioso rezo. Salieron del dormitorio y cruzaron el salón con una dignidad glacial, como si el infierno que dejaban atrás fuera una molestia menor.

El coro de reacciones fue un festival de hipocresía:

Bárbara bufaba de satisfacción. Por fin se deshacía de esa carga plebeya.

Las gemelas sonreían de oreja a oreja, a pesar de los insultos. Con tal de sacarla, el resto era ruido.

Dulce tenía lágrimas en los ojos, pero eran de una emoción tan feroz que temblaba por contener un grito de triunfo. Por fin. Por fin se marchaba.

Ares, liberado por Mario, se encerró en su estudio bufando como un toro herido. Mario entró tras él, cerrando la puerta.

—Ares, no es el momento. Ella de verdad no te recuerda. No recuerda nada… Esto está mal —insistió Mario, bajando la voz.

—Si ella no recuerda… hasta antes de que el niño nazca, yo… —Se detuvo e inhaló hondo. Debía calmarlo, pero también proteger su propio secreto.

—Su abogada no podrá hacer mucho —continuó Mario, adoptando un tono más profesional.

—Dayana tiene pérdida de memoria confirmada. Hasta que no se resuelva, la terapia indica que debe relacionarse con las personas que ha olvidado para intentar restaurar los recuerdos. Tal vez no bajo el mismo techo, pero el contacto es crucial. Es nuestra mejor baza legal para retrasar cualquier divorcio.

Ares asintió, la respiración aún entrecortada, pero la mente empezando a calcular de nuevo.

—En caso de que ella insista… habla con Malcolm Ruiz. Dile que se haga cargo. Eso que habíamos acordado antes —ordenó, su voz recuperando su habitual frialdad cortante.

—Hablaré con él —asintió Mario.

—Y Marco viene en camino. Tu asistente… bueno, nuestro mejor amigo, tiene que saber sobre esto.

Con otro gesto de asentimiento, Ares se dejó caer en su silla de escritorio. La furia había dado paso a una determinación gélida.

Dayana debía recordar.

Si no lo hacía, todo el plan —años de meticulosa preparación— se iría abajo.

Aquí tienes el fragmento revisado, enfocado en contrastar las escenas y profundizar en el instinto maternal de Dayana.

En la mansión Bianchi, la atmósfera era de triunfo envenenado.

En la opulenta sala de estar, Bárbara abrazaba a Dulce con una sonrisa de víbora satisfecha.

—¿Ves, querida? Sabía que una tragedia como esa nos traería una bendición. Por fin nos deshicimos de ese lastre —susurró, acariciando el vientre de la joven.

—Ahora, este bebé será el lazo eterno entre tú y mi hijo. Solo debemos darle tiempo a Ares para que se resigne. No sé qué hechizo le puso esa mujer, pero se le pasará.

Mientras, en el cálido y familiar dormitorio de su infancia, en casa de su tía Felicia, era otro mundo.

Todo estaba exactamente igual a como lo recordaba: los posters de bandas, los libros de texto apilados, el edredón de colores brillantes. Dayana se dejó caer en la cama, inundada por una oleada de nostalgia y alivio.

Elsa la observaba con una sonrisa que no podía ocultar.

—¿Te sientes bien aquí? —preguntó, ya sabiendo la respuesta.

—Claro que sí —respondió Dayana, hundiendo los dedos en el edredón.

—No… de verdad no recuerdo a esa gente. Y felizmente. Pero hay algo que me inquieta —su sonrisa se desvaneció.

—No sé… me siento… rara. No sé si es verdad eso de que le pegué a la "anaconda recién alimentada" de Dulce. No lo entiendo. No me siento capaz de eso.

Elsa asintió, seriamente.

—La verdad, lo poco que me contabas… casi ni nos veíamos al final —confesó, con un dejo de dolor.

—Pero que Ares tuviera a esa Dulce, su propia cuñada, embarazada y viviendo en su casa… eso sí que era el escándalo del siglo. Ese bastar…

—¡No! —Dayana saltó como un resorte, interrumpiéndola.

—No lo digas. Es un bebé. Es inocente. Es solo un angelito… —Se detuvo, sorprendida por su propia reacción. Un nudo de emoción le cerró la garganta.

—Ah… No sé por qué, pero no puedo odiar a ese bebé. No lo soporto.

La confesión flotó en la habitación, cargada de una tristeza instintiva y profunda.

—Pero bueno —dijo Dayana, sacudiendo la cabeza como para alejar el sentimiento y cruzando los brazos con determinación.

—Mañana hablo con mi abogada. Divorcio. Punto final.

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