Mundo ficciónIniciar sesiónEn ese momento, la gran protagonista de ese drama hizo su entrada. Dulce bajó las escaleras con expresión de mártir, las manos posadas sobre su evidente barriga como si fuera un trofeo.
—Dayana, qué bueno que estás bien… —murmuró con una voz empalagosamente dulce, haciendo brillar unas lágrimas falsas en sus ojos.—No sé qué te pasó, pero yo hablaré con Ares para que no se enoje demasiado contigo.
Dayana la observó de arriba abajo, lentamente, sin pestañear. ¿Esta era la amante de su marido? ¿Tan descarada que no solo existía, sino que vivía bajo su mismo techo y hasta parecía dirigir el coro?
Se giró hacia su tía Felicia, sin poder ocultar un asco tan profundo que casi podía saborearlo.—Tía, por favor, necesito que me hagas un mapa de esta jaula de víboras —dijo en un tono claro que todos pudieron oír.—A ver si me aclaro: ¿Esta señora con aires de emperatriz romana es mi suegra? ¿Estas dos copias carbón con sueños de villanas son mis cuñadas? ¿Y esta… señorita en estado de gracia es la amante oficial de mi marido, viviendo aquí como si pagara la hipoteca?
Hizo una pausa dramática, llevándose una mano al pecho.—Dios, ¡qué pesadilla más cliché! ¿No hay un guionista al que podamos demandar por falta de originalidad?El escándalo fue instantáneo, como una bomba de humo de purpurina y veneno estallando en el salón perfecto.
Bárbara empalideció y dio un traspié, casi se desmaya de la ira pura.
Las gemelas avanzaron como hienas, listas para atacar.Dulce se sonrojó con un rubor que le subió desde el cuello hasta la raíz del cabello; nunca, jamás, le habían dicho "amante" en la cara y con esa naturalidad.Bárbara, recuperándose, alzó la mano para abofetear a Dayana, pero esta la detuvo con un movimiento rápido, agarrando su muñeca con una fuerza que sorprendió a ambas.
—Las damas no se golpean, señora —dijo Dayana con una sonrisa glacial.—Se desangran con las palabras.
El caos reinaba, pero ella no cedía ni un centímetro. De pronto, una voz atronadora cortó el aire como un cuchillo:
—¡Dayana, basta!Ares apareció en el marco de la puerta, con el rostro desencajado por una furia que hacía temblar el suelo. Estaba seguro de que ella fingía, pero algo en su postura desafiante, en la chispa de burla en sus ojos, le hizo dudar por primera vez.
Dayana lo examinó con la frialdad de una entomóloga.
—Vaya, por fin aparece el gran Ares Bianchi… No niego que el empaque es impresionante —reconoció, como si evaluara un corte de carne—, pero tener a tu amante embarazada viviendo bajo el mismo techo que tu esposa… Eso no es audacia, es de una cursilería espantosa.Ares sintió que la sangre le hervía en las venas. La Dayana que él conocía se habría deshecho en lágrimas con solo una mirada suya. Esta mujer era una desconocida.
—Dayana, deja de decir tonterías. Dulce no es mi amante —rugió, pero ella agitó la mano con desdén, como ahuyentando un mosquito molesto.—Sí, sí, lo que digas, "esposo" —dijo, cargando la palabra con tanto sarcasmo que casi la convirtió en un insulto.
—Ahora, si me disculpan, voy a hacer mis maletas. No me quedo en este melodrama ni aunque me paguen con una isla privada. Y quiero el divorcio. Para ayer.
Lo declaró con una calma aterradora, la misma que precede a un terremoto. Y Ares, acostumbrado a controlarlo todo, sintió por primera vez cómo el piso se abría bajo sus pies.
Ares perdió los estribos por completo. Antes de que ella pudiera reaccionar, la levantó en vilo como un fardo y la cargó hacia el dormitorio, decidido a "razonar" con ella a solas en su antiguo método. Aún se aferraba a la idea de que todo era una farsa.
Pero Dayana no era la misma. En cuanto la soltó y sus pies tocaron la alfombra, su mano voló como un látigo y le estampó una bofetada tan seca y sonora que resonó en toda la habitación como un disparo.
—¡¿Cómo te atreves a llevarme a rastras como a un saco?! —gritó, los ojos llameantes de una rabia pura y justiciera.Ares se llevó la mano a la mejilla, atónito. El escozor en su piel era nada comparado con la grieta que se abría en su realidad. Nunca, en sus peores pesadillas, imaginó que ella sería capaz de golpearlo.
—No sé qué pasó ese día, pero estoy segura de que ustedes tuvieron la culpa —escupió Dayana, con una convicción que no admitía réplica.—¿De qué hablas, Dayana? ¡Tú perdiste los estribos! —rugió él, desconcertado.
—¡Golpeaste a Dulce y le pateaste el vientre! El médico tuvo que revisarla. Luego saliste corriendo como una loca y caíste por la ladera… —Intentaba, desesperadamente, clavar la versión de los hechos en esa mirada ajena.
Dayana parpadeó. No hubo negación, ni horror, ni arrepentimiento. En su lugar, una sonrisa lenta, casi perversa, se dibujó en sus labios.
—¿Le di una patada? —preguntó, con un tono de genuina curiosidad.—¿Le acerté a la "víbora venenosa"?
Hizo una pausa, como si reflexionara en voz alta, y añadió con un dejo de preocupación técnica:—Ojalá haya sido una buena patada… No quiero quedar como en esos videos de TikTok donde la gente patina y falla el golpe. Sería bochornoso.En ese momento, el último vestigio de duda se esfumó para Ares.
Esta no era su Dayana.Esta mujer era un huracán impredecible. Y él, por primera vez, sentía el viento en contra.Ares bajó la mano lentamente, observando su palma como si las líneas de su destino se hubieran reescrito con el ardor del golpe. Cuando alzó la mirada, la furia ciega se había extinguido, sustituida por una curiosidad voraz y desconcertada.
—¿Quién eres? —La pregunta surgió áspera, cargada no de ira, sino de una perplejidad genuina que lo alarmaba más que cualquier grito.
Dayana se encogió de hombros con una naturalidad desafiante, alisando los pliegues de su blusa como si acabara de librar una batalla menor.
—Dayana —respondió, y el nombre sonó a declaración, a reclamo.
—La que siempre debí ser. La que no se arrodilla ante psicópatas con título de suegra, ni ante cuñadas venenosas, ni ante un marido que confunde sumisión con amor. —Sus ojos, de un azul gélido, lo atravesaron.
—¿Esa otra, el espectro que habitaba esta casa? Esa se despeñó en esa ladera. Y no pienso permitir que la rescaten.







