La noche era densa, pegajosa, como una segunda piel que Leo no podía arrancarse. Desde el balcón de su pequeño departamento, veía las luces parpadeantes de la ciudad extendiéndose bajo sus pies como un océano de promesas rotas. El corazón le latía con una fuerza dolorosa, resonando en su pecho como un tambor de guerra.
Había soñado con poder.
Con independencia.
Con escapar de las cadenas invisibles que su madre y Santiago parecían haber tejido a su alrededor.
Pero ahora sabía la verdad.
El poder no era libertad.
El poder era una jaula aún m&aac