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La lluvia caía como cuchillas sobre el asfalto, el sonido implacable golpeando contra los cristales del café donde Sofía esperaba, oculta bajo el ala de su abrigo oscuro. El lugar estaba casi vacío; apenas un par de almas dispersas que parecían tan desesperadas por no ser vistas como ella.

Sofía jugueteaba con la taza de café frío entre sus manos. Cada fibra de su ser gritaba que aquello era una mala idea, que sentarse allí, esperando a Gabriel Mendoza, era el equivalente a colocar la soga alrededor de su propio cuello.

Y, sin embargo, allí estaba.

Por Leo.

Por Santiago.

Por todo lo que había jurado proteger.

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