El aire de la habitación era pesado, cargado de una tensión que parecía imposible de romper. El reloj de la pared marcaba las dos de la madrugada, pero ni Sofía ni Santiago habían pegado un ojo. Desde que recibieron aquella llamada anónima, la calma que habían intentado construir se había desplomado como un castillo de naipes en un huracán.
Sofía sostenía el celular entre las manos, temblando apenas, mientras las imágenes de Camila, atada y asustada, parpadeaban una y otra vez en su mente. El corazón le dolía tanto que sentía que su cuerpo no podía contenerlo.
—La tienen —susurró finalmente, su voz rasgándose como un papel viejo.
Santiago, de pie jun