Durante los días que habían pasado desde la última confrontación con Massimo, Savannah había perfeccionado un arte: esquivarlo. Si escuchaba sus pasos por el pasillo, ella se encerraba en la habitación de Mateo o fingía dormir. Si él se acercaba a hablarle, ella apartaba la mirada y fingía estar demasiado concentrada en el suero o en doblar una manta invisible. Si él la sorprendía en la cocina, iba directo a buscar agua, murmuraba un gracias seco y volvía a subir sin siquiera darle la oportunidad de iniciar una charla.
Era agotador, sí, pero más agotador era soportar la mirada cargada de intenciones que él posaba sobre ella. Por eso había optado por el silencio, porque en él encontraba la única arma que podía usar contra él y el único escudo que la protegería.
Massimo, sin embargo, parecía divertirse con ese juego. La seguía con la mirada, hacía comentarios que ella no respondía, intentaba iniciar conversaciones triviales y, al ver su indiferencia, sonreía con ese aire de superior