El trayecto hasta la mansión se sintió interminable. Savannah no despegó sus ojos de Mateo ni un solo instante, con el pulso acelerado y la mente atrapada en pensamientos que solo le provocaban angustia. El motor de la ambulancia vibraba en su pecho, pero el silencio de todos los presentes era lo que más la perturbaba. El único sonido constante era el leve pitido de las máquinas que monitoreaban a su hijo, cada uno clavándose como agujas en sus oídos y en su corazón.
Cuando el vehículo se detuvo, Savannah sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El portón principal se abrió lentamente, revelando una imponente mansión en medio de extensos jardines. Era un lugar tan majestuoso como intimidante. Muros altos de piedra clara, ventanales inmensos enmarcados con cortinas pesadas, y un camino adoquinado que brillaba bajo la luz de los faroles. La residencia no parecía una casa, sino un castillo sellado, diseñado para mantener a los de afuera lejos y a los de adentro atrapados.
La ambulanc