Sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras lo único que podía pensar era en sus hijos.
—¡Suéltame, maldita sea! ¡Suéltame! —gritaba la mujer, convertida en una fiera que lanzaba patadas y empujones por doquier. Tanta era su fuerza y su odio hacia ella, que al hombre le estaba costando algo de trabajo mantenerla bajo control.
Nadie la ayudó a levantarse.
Alejandro arrastró a Isabella fuera del restaurante, mientras ella se colocaba de pie con dificultad ante las miradas de todos.
—¿Lo escuchaste? —murmuró alguien a su acompañante—. Dijo que esa era la amante.
Muchos dedos se alzaron en su dirección, señalándola.
Cojeó hacia la salida, con la dignidad por el suelo y con la vista borrosa por las lágrimas.
A lo lejos vio el costoso auto de Alejandro que se alejaba.
Él manejaba y su novia estaba a su lado, seguramente ya más calmada.
¿Cómo resolverían esto?
Lo más probable era que tuvieran sexo salvaje al llegar al departamento.
La sola idea de pensar en eso le daba asco.
Siguió caminando