Mundo de ficçãoIniciar sessãoDesnuda, vio cómo se levantaba de la cama. Había estado especialmente insaciable ese día. Tres veces. Habían tenido sexo tres veces y ahora se alejaba al balcón en bóxer para contestar una llamada de su amada.
—Sí, ya estoy en casa —podía escuchar su voz con claridad; ni siquiera intentaba bajarla para no incomodarla—. Claro que estoy pensando en ti, cariño. Elige la fecha para la boda, mientras más pronto, mejor. Tragó saliva, tratando de contener el nudo que se formaba en su garganta. Sintió los labios temblorosos y los ojos húmedos. La visión de aquel hombre comenzaba a distorsionarse por las lágrimas que se acumulaban en sus ojos. No podía permitir que la viera así. Así que no quiso esperar a que regresara a la habitación para ver si se le apetecía tomarla una cuarta vez. Tratando de ser silenciosa, se puso de pie, recogió su ropa del suelo y se fue a la sala para vestirse con manos temblorosas. Y mientras salía de ese departamento, con la ropa desordenada y el cabello convertido en un nido de pájaro, no pudo evitar preguntarse: ¿qué demonios estaba haciendo con su vida? En la entrada del edificio revisó sus bolsillos y no consiguió ni siquiera el dinero suficiente para pagar un taxi. Su trabajo, la universidad, su madre... realmente sus ingresos eran escasos. Era medianoche. Estaba sola y con el corazón herido. Porque, a diferencia de lo que pensaba Alejandro Urdiales, ella no era una estatua de mármol. Sentía. Tenía un corazón latiendo entre las costillas. Y con el paso de los años había llegado a fantasear con cosas imposibles. La chica pobre se casaba con el heredero, con el hombre que era médico solo por pasatiempo. No. Esas cosas no pasaban en la vida real. La verdad era que la chica pobre solamente servía para ser la amante. Limpiándose las lágrimas bruscamente, sacó su teléfono para llamar a la única persona que podría ayudarla en este apuro. Normalmente no se iría del departamento tan tarde. Esperaría al amanecer, pero en este momento, cuando recién estaba enterándose del compromiso, no podía estar al lado de él y fingir que no pasaba nada. Aunque anhelaba realmente fingir que no pasaba nada. —Marcos —dijo cuando escuchó la cálida voz de su amigo del otro lado—, siento mucho molestarte, pero surgió algo. ¿Podrías venir por mí? Como siempre, le dijo que sí y se dedicó a esperarlo en una esquina, con el frío de la noche helando sus huesos. A los pocos minutos, un viejo Escarabajo de azul celeste se estacionó en la calle. El tono del vehículo había perdido intensidad y se había transformado en un añil descolorido, pero pese al mal estado de la pintura, era un auto completamente funcional y la había sacado de muchos apuros en el pasado. —Hola, lamento... molestarte —le dijo al conductor, mientras subía tratando de no mirarlo a la cara para que no notara sus ojos hinchados. Pero Marcos no permitiría que eso fuera así, no permitiría que le esquivara la mirada. Era su único amigo, casi como un hermano, y siempre sabía cómo leerla cuando la estaba pasando mal. —¿Qué te hizo ahora, Selene? Dime, ¿qué te hizo? —exigió saber, porque ambos sabían bien de quién estaban hablando. No era la primera vez que lloraba por Alejandro. Con Marcos era la única persona con la que había llegado a compartir el trasfondo sobre su relación con el médico que operó a su madre. Nadie más lo sabía. —Marc, se va a casar —soltó en un sollozo, aferrándose a la camiseta del hombre—. Se lo pidió hoy. ¿Puedes creerlo? Yo pensé que después de todo... pensé que... —¿Qué pensaste? —la tomó por los hombros, mirándola a la cara—. ¿Cómo puedes pensar algo bueno de un hombre que solo te busca para tener sexo? ¿De verdad creíste que su forma de mirarte cambiaría? Para él no eres nada, Selene. Para él eres casi igual a una... —sacudió la cabeza—. Lamento decírtelo así, pero es la verdad. —Abrázame, Marc. Abrázame mucho —le pidió con la voz temblorosa y el corazón desgarrado. Su amigo hizo justamente lo que ella quería: la abrazó fuerte, por un largo rato, hasta que su teléfono comenzó a vibrar en su bolsillo. Miró con los ojos empañados el nombre de “Alejandro” en la pantalla, y por un instante se negó a contestar, pero sabía que de no hacerlo, se pondría insoportable. Así que atendió, solamente para decirle lo obvio: se había ido. —Hola. —¿Dónde estás? —la pregunta llegó sin preámbulos. —Lo siento, me tuve que ir. Tengo que... —pero antes de que terminara la frase, Marcos le arrebató el celular. —Ella está muy ocupada ahora. No puede hablar contigo —y con eso colgó, así, sin dar mayores explicaciones. El hombre del otro lado de la línea apretó el aparato con fuerza, mientras lo despegaba lentamente de su oído, sin poder creerse que acababa de escuchar la voz de otro tipo.






