Dejando salir todo

—Duquesa, la tina está lista —dice Emma y yo volteo a verla —. ¿Tiene alguna preferencia con los aceites esenciales? He usado esta vez uno con aroma a lavanda, pero si tiene uno preferido, puedo…

—Lavanda está bien —le muestro una leve sonrisa—. Gracias.

Aunque no tengo ánimos de darme una ducha como la que ella ha preparado para mí, no me nace rechazarla. Me siento agotada, me siento triste y creo que no me vendría mal relajarme un par de minutos en la tina antes de bajar a enfrentar mi realidad.

Entro al baño con Emma detrás de mí. No se me hace raro, ya estoy acostumbrada a toda esta pleitesía. Su trabajo es servirme, estar para mí y a mi lado hasta que yo decida despacharla y, mientras yo no lo haga, ella no se irá de la habitación.

—¿Me ayudas con el cabello?

—Por supuesto, duquesa.

Empieza con manos hábiles a quitarme las horquillas del cabello. Lo hace sin preguntar algo más, sin juzgarme. Me gusta su discreción porque me da un respiro, pero algo me inquieta cuando me llama duquesa.

Sé lo que soy, sé los títulos que tengo y sé que, por protocolo, respeto e incluso obligación, el trato real debe estar presente siempre. Lo menos informal sería que me llamara señora Lóvenhart, incluso solo señora. Pero conozco lo tradicional que pueden llegar a ser los ciudadanos de Saldovia, no por nada se les conoce como una nación bastante arcaica.

En Inglaterra, todo el personal me llama a escondidas de mi abuela por mi nombre. Todas las mujeres del servicio son mayores que yo por muchos años, me vieron crecer en la barriga de mi madre, nacer. Incluso, muchas de ellas me cuidaron, me bañaron y hasta me alimentaron. Crecí siendo “Maggie”, “la pequeña Harriet”, “niña Harriet”. Solo frente a mi abuela me llamaban princesa o señorita Valemont.

—¿Puedes decirme de otra manera? —La miro a través del espeso—. Al menos cuando estemos solas, puedes llamarme por mi nombre —Emma me otorga una leve sonrisa—. No tengo problemas con eso.

—Mi duquesa, me encantaría complacerla —dice, dejando sobre el mármol las últimas horquillas—. Pero eso sería…

—Ganarse un problema con mi esposo —susurro un poco apenada, pero ella niega—. ¿Entonces?

—Durante generaciones, mi familia siempre ha sido escogida para ser parte del servicio real. Hemos sido bendecidos con ese honor y ahora me toca a mí estar con usted. Mi madre está al servicio de la Reina Madre y mi padre al servicio del Rey. —ensancha la sonrisa—. Yo fui elegida para estar al servicio de los duques de Estenmark y no se imagina lo horrada y orgullosa que me siento de continuar con la tradición familiar. Si la tuteo, si cruzo esa línea, estaría faltándole el respeto al mismo honor que se me ha dado. Comprendo por qué me lo pide, pero por favor, comprenda usted mi sentir.

Todo lo que me ha dicho, de alguna manera, ha movido fibras en mí. No sé si es porque estoy sensible por todo lo que ha pasado o si es por la misma entrega que ella, junto a su familia, ha mostrado a la corona de Saldovia, me ha puesto un poco melancólica.

Pocas personas como ella conocí en el castillo de mi abuela. La mayoría solo cumple órdenes y se sujeta a los protocolos reales porque tienen que hacerlo. Pero ella, con pocas palabras, me ha mostrado un nivel de admiración, lealtad y respeto tan real y verdadero… que nunca creí conocer a alguien tan entregado al servicio como lo fue mi nana y ahora aparece Emma.

—Señora, ¿tal vez? —suspiro—. Únicamente cuando estemos a solas y el apellido lo usamos fuera de la habitación, ¿qué le parece?

Mi posición no es para preguntar, sino para imponer. Pero nunca me he sentido cómoda, abusando del poder de mi linaje.

—Me parece perfecto —responde y vuelvo a sonreírme al tiempo que pasa el cepillo por mi cabello para desenredarlo. Creo que con esto hemos llegado a un punto medio—. Ya casi termino.

Aunque estoy frente al espejo, realmente no me estoy mirando. Tengo los ánimos por el suelo y no quiero ver cómo quedé después de haber llorado. Además, sé que si me miro al espejo con el vestido medio puesto y mi rostro hecho un desastre, reventaré a llorar otra vez.

Con la mirada en el lavado, escucho a Emma peinarme el cabello. No habla, no dice algo que pueda hacerme sentir bien, pero aun su silencio me transmite calma.

No es ciega, ella sabe que algo pasó, sabe que me siento mal. Mi cara lo grita, el estado en el que me encontró fue deprimente. Y aunque la vergüenza me arde todavía, agradezco dentro de mí que permanezca callada.

—Listo, ya puede entrar a la tina, señora —me dice y yo levanto la mirada para verla a través del espejo—. Si lo desea, mientras usted se relaja en la tina, yo le busco tres opciones de atuendo para la cena. Usted escoge el que más le agrade.

El estómago se me contrae y un corrientazo me azota la columna baja. De solo pensar que debo volver a verlo, el corazón me da un vuelco. No quiero hacerlo, no quiero ver a Maximilian al menos por lo que resta de la noche.

La impotencia vuelve a cobrar fuerza y la determinación me cala los huesos. Lo que haré será el chisme de la semana en este castillo, pero no me interesa.

—Gracias, Emma —le digo con total sinceridad y me armo de valor para soltarle lo demás—. Pero no será necesario, porque no voy a bajar a cenar esta noche.

Noto que levanta ambas cejas, la impresión está reflejada en sus ojos, pero raídamente oculta lo que sea que mi negativa le haya causado.

—Está bien, ¿entonces le traigo la cena a la habitación?

No lo pienso demasiado.

—No hace falta, Emma —fuerzo una sonrisa—. Realmente, no tengo ganas de comer.

—¿Se siente mal, señora? —La preocupación aparece en sus ojos verdes. Se acerca, e incluso me pone la mano en la frente—. Puedo llamar al médico de la familia para que…

—No hace falta —el nudo se hace presente en mi garganta, los ojos me arden—. Solo no tengo apetito, Emma. Yo… —La voz se me quiebra—. Yo no me siento mal del cuerpo, es solo que…

—Está cansada —declara con voz apacible—. Eso es lo que tiene y es lo que le diremos al duque, ¿está bien? —inquiere con dulzura y yo asiento con los ojos cristalizados.

—Gracias —digo en un hilo de voz—. Muchas gracias.

—Mi trabajo es servirle, señora. No tiene por qué agradecerme. —Vuelve a mostrarme esa mirada maternal—. Tómese el tiempo que desee y mientras, yo estaré en el vestidor armándole tres atuendos… pero, para mañana.

—¿Cree que se enoje por mi ausencia?

Estoy molesta, no deseo ver a Maximilian esta noche. Me siento muy vulnerable como para lidiar con él y de solo pensar en compartir la mesa por más de una hora… el corazón se me acelera.

Emma me observa por unos segundos. Sus ojos no se finan en mis manos que sostienen el vestido con más fuerza de la necesaria, ni en el desastre que seguramente hay en mis mejillas. Ella me mira a los ojos fijamente, con sus facciones relajadas y la mirada cargada de dulzura.

—¿Cómo puede enojarse el duque porque su esposa esté cansada? —Su mirada está cargada de perspicacia—. Estoy segura de que lo entenderá, no se preocupe.

Me da una leve reverencia y, sin decirme algo más, abandona el baño dejándome sola al fin. Volteo para mirar la tina y, con pasos pesados, arrastrando un cansancio que va más allá del físico, me acerco para sumergirme.

El aroma a lavanda se extiende sacándome una leve sonrisa. Emma ha dejado todo perfectamente preparado con esa clase de atenciones que deberían reconfortar a una recién casada feliz… pero que a mí me hiere con la ironía de lo que soy.

Me despojo del vestido como si me quemara. Lo tiro en el suelo sin importarme dañarlo o estropearlo por la falta de delicadeza. También me despojo de la ropa interior hasta quedarme desnuda por completo.

Sumerjo un pie primero en la tina y luego el otro. El agua tibia acaricia mi piel, envolviéndome poco a poco hasta que todo mi cuerpo está sumergido por completo. Me permito cerrar los ojos, dejando salir un suspiro largo, deseando que el agua logre lavar también la humillación que siento.

Apoyo la cabeza del borde frío de marlo mirando las velas aromáticas que Emma ha encendido. Las lágrimas vuelven con fuerza, silenciosas al principio, hasta que el llanto me sacude el pecho bajo el agua. Me cubro la boca con una mano para que no logre escuchar nada allá afuera, aunque sé que no se atrevería a acercarse sin mi permiso.

El agua se mezcla con mis lágrimas, no puedo contenerme. Pienso en mi futuro, en lo que significará compartir mi vida con un hombre que no me ama, que solo me mira como un beneficio, nada más. Me duele el alma, me hierve la sangre de la rabia, pero sobre todo me aplasta la certeza de que esta es ahora mi nueva vida.

El deseo de un matrimonio feliz, ha quedado enterrado junto con los votos que pronuncié esta mañana.

La esperanza de tener un amor como el de mis padres y la ilusión de lograr ser algo más que un matrimonio concertado con el príncipe del que me hablaron, se han vuelto cenizas. Ya no existe, es una mentira. Esta es mi realidad, una que debo enfrentar, pero antes de hacerlo, necesito dejar salir todo esto que emaneza con asfixiarme si no lo saco de mí. 

Romy D.A

Merece nuestra bella Harriet este desahogo, ¿verdad? Las leo❤

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