Corleone casi sufrió un ataque al corazón cuando entró en su oficina y vio a su hija trepada sobre el espaldar del sofá de espaldas a él, haciendo malabares para mantenerse de pie. Tenía un parche en el ojo y una espada de plástico en la mano. En el suelo, el perro y amigo fiel de su hija, ladraba y brincaba.
—¡Estamos por llegar a tierra! —gritó su hija.
Hace unos minutos habían estado en la sala jugando juntos y entonces se había distraído un minuto, solo un minuto, suficiente para que su hija desapareciera. Su hija le daba un nuevo sentido a estar alerta. Sin importar cuan atento a ella estuviera, la pequeña traviesa siempre lograba escabullirse.
Estaba bastante seguro de que algunas canas prematuras habían comenzado a asomar en su cabeza gracias a las travesuras de su hija.
—Mia —llamó, su voz grave y severa.
Su hija se dio la vuelta, mirándolo con aquellos ojos tan parecidos a los de su madre. En todo lo demás era una copia exacta de él.
—Fue su idea —dijo la pequeña, señalando al