Pasé la mano, toda torpe, por su abdomen y, sin entender, pregunté:
—¿Qué haces? ¿Tienes algo en la panza?
Mateo dejó de respirar por un segundo, como si lo hubiera enfurecido.
Apretó los dientes, con la mandíbula tensa:
—Aurora, ¡abre bien los ojos y mira!
Luego se puso de pie de golpe y desabotonó la camisa, dejó a la vista su pecho y su abdomen.
Parpadeé un par de veces y le pregunté:
—¿Qué quieres que vea?
Mateo apartó la cara, respiró hondo de pura rabia. Luego me tomó la mano y la pegó a su abdomen, diciendo entre dientes:
—¿Esto no son abdominales? ¿No decías que te gustaba tocarlos? ¡Pues tócalos hasta cansarte!
Yo retiré la mano:
—Yo quiero tocar los abdominales de un modelo, los de los modelos son más bonitos.
Mateo respiró hondo otra vez y me rugió:
—¡A ver qué modelo tiene abdominales mejores que los míos! ¡Tráemelo! Carajo, no creo que haya nadie que me supere, ¡estás ciega!
—¡No digas eso! —lo fulminé con la mirada.
—Se te va a pudrir la boca.
Mateo se llevó la mano a la