No dejé que mi hermano siguiera hablando, levanté la mano y le di una cachetada con todas mis fuerzas.
Fue como si el tiempo se hubiera detenido y todo a nuestro alrededor se quedará en silencio.
Pasó un momento antes de que él se limpiara la sangre que le salía del borde de los labios y, con tristeza, me dijera:
—Lo sé… Te fallé.
—¿Por qué mentiste? —le grité entre lágrimas, llena de rabia y de dolor —¡Eres mi hermano, mi único hermano, la persona en la que más confiaba!
—Aurorita… —sus ojos se pusieron llorosos al instante y, con su voz ronca, apenas alcanzó a decir —Perdón, fue mi culpa…
—¡No quiero tus disculpas! ¡Solo quiero saber por qué! —lo interrumpí, furiosa, mirándolo con ganas de matarlo.
Pero él, mordiéndose el labio, no quiso decir nada.
En ese momento, mi papá llegó manejando y asomó la cabeza por la ventana:
—¡Rápido, súbanse! No vaya a ser que Mateo se ponga peor y quiera que paguemos con nuestras vidas.
—Sí, Aurorita, vámonos —dijo mi hermano, jalándome hacia el carro