Había recuperado por completo su aura seria y tranquila, como si la pasión descontrolada que le vi en la habitación hubiese sido solo una alucinación mía.
Me miró apenas un instante y apartó la vista.
Luego, pasó a mi lado y caminó directo a la cocina.
—Embi quiere comer algo. Voy a prepararle una sopa.
Doña Godines corrió tras él:
—Yo la hago, señor. Justo tenemos ingredientes frescos.
Me quedé mirándolo y el corazón se me encogió de nuevo.
El día del divorcio, Mateo se la pasó sereno, indiferente.
Nunca imaginé que había llorado delante de doña Godines. En ese momento debió sentirse desesperado. Destrozado. Completamente solo.
Suspiré en silencio y aparté la mirada.
Cuando la levanté otra vez, vi a Javier. Estaba junto a la puerta con un cigarrillo entre los dedos; me miraba tranquilo, impenetrable. No pude adivinar lo que pensaba.
Di un paso hacia él, pero antes de quedar frente a frente, apagó el cigarrillo con los dedos y dijo:
—Nos vamos.
Me detuve un segundo.
—Hace un rato