Cuando Javier nos vio abrazados, la melancolía cruzó por sus ojos. Fue un instante, pero lo noté.
Me aparté de Mateo y le pregunté:
—¿Qué pasa?
Javier apretó los labios.
—Alan ya se fue. Vi la hora y pensé… que yo también debería irme. Solo vine a avisarles.
Lo miré en silencio unos segundos antes de decir:
—No te vayas.
Él se quedó sorprendido.
Mateo, en cambio, no mostró ninguna reacción; simplemente me tomó de la mano.
—Bebiste un poco —continué—. No es prudente conducir. Quédate a descansar, hay habitaciones de sobra.
Javier no respondió; en cambio, miró a Mateo, que asintió con calma.
—Aurora tiene razón. Además, el camino aún está cubierto de hielo. No sería seguro volver ahora. Quédate esta noche. Los niños también quieren seguir jugando contigo.
Me quedé observando a Mateo, un poco desconcertada.
¿Desde cuándo se mostraba tan comprensivo?
Javier también parecía asombrado.
No dijo nada hasta que los dos niños corrieron hacia él, lo tomaron de las manos y le rogaron que saliera a