Lo inevitable, tarde o temprano, tenía que llegar.
Seguir retrasándolo no serviría de nada.
Waylon jamás se rendiría; anoche incluso me llamó solo para recordármelo.
Mateo estaba otra vez en la cocina. Lo miré por última vez, grabé su silueta en mi memoria y salí.
La ventisca del día anterior había cesado. Por fin era un día soleado, aunque el aire seguía helado.
Apenas crucé la puerta, una ráfaga de frío me envolvió.
Los dos niños corrían por la nieve riéndose, ajenos al frío, con las mejillas rojas como manzanas.
Bajé la mirada hacia los escalones cubiertos de nieve; sentí que todo se derrumbaba dentro de mí.
En ese momento, Javier se acercó.
—Aurora, ya estás despierta.
Asentí, sin poder ocultar la confusión en el pecho.
Él miró a los niños y sonrió un poco.
—Tienen una energía impresionante. A las siete ya estaban golpeando mi puerta para que saliera a jugar con ellos.
Pausó un instante y su expresión se volvió seria.
—Supongo que Mateo los va a llevar a pasear más tarde. Es el pri