Sus besos bajaban despacio por mi cuello, tibios y constantes, hasta mis clavículas y, de ahí, a mi pecho.
No tuve tiempo de reaccionar; a duras penas alcancé a balbucear:
—Si... si te queda energía, entonces... entonces ven...
Mateo se rio y se inclinó sobre mí.
En sus ojos muy negros brillaba una mezcla de deseo y picardía, con una sonrisa traviesa, casi peligrosa.
—Contigo —murmuró—, nunca se me acaba la energía.
¿Pero qué clase de frase era esa?
Sentí que la cara se me encendía; miré a otro lado, incapaz de sostener la suya.
Él volvió a reírse, con ternura.
—¿Tímida otra vez? Mi esposa es muy tímida.
Dicho eso, me besó.
Al principio su beso fue suave, pero tenía el efecto de un vino fuerte: embriagador, irresistible.
La temperatura de la habitación subía poco a poco; la luz amarilla de la lámpara de mesa caía sobre nuestras siluetas como un velo cálido y difuso.
El aire se llenó de una fragancia densa, sensual, de deseo.
Afuera el viento soplaba y azotaba las ramas secas contra la