Lo más impresionante era que Mateo llevaba una mochila en la espalda, con los dos termos de los niños llenos de agua, y aun así no se le notaba el cansancio.
Estaba radiante, con energía de sobra.
Casi daban las cinco cuando ya no podía más.
Me senté en un banco y no quise moverme.
Mateo venía de terminar una vuelta en la montaña rusa infantil con los dos pequeños.
Los tres caminaban hacia mí tomados de la mano, con la luz del atardecer detrás.
El sol los envolvía en un resplandor dorado y, por un momento, sentí que esa era la imagen perfecta de la felicidad que siempre había querido: una familia unida, sencilla, completa.
Mateo llegó, sacó los termos de la mochila, los abrió y se los dio a los niños.
Mientras Embi y Luki bebían, me abrazó y se rio:
—¿Qué pasa? —preguntó, riéndose—. ¿Ya te cansaste?
La verdad, sí.
Estaba agotada... más que después de hacer "eso".
Al menos en la cama una puede estar recostada.
—Un poco —murmuré—. No te preocupes por mí, sigue jugando con ellos.
—No hace