—¡No, no! Voy a comer aquí. No me voy hasta probar tu comida —dijo Alan, empujando la puerta para entrar a la fuerza.
Pero Mateo se quedó apoyado contra la puerta, sin dejarlo pasar ni un centímetro.
La escena era tan absurda que no pude evitar sonreír.
Me levanté y caminé hacia ellos.
Alan, con un abrigo de cuero delgado y la cara roja por el frío, me lanzó una mirada de súplica.
—Aurora, fuiste tú la que me escribió para traer el botiquín. Viajé desde lejos, en plena nieve... ¿de verdad no me vas a ofrecer ni una taza de café caliente?
Uf.
Tenía que admitir que sabía poner cara de víctima, y sí daba un poco de lástima.
Miré a Mateo.
—Déjalo entrar. Fue un favor grande traer las medicinas, y con este clima...
—¡Exacto! —dijo Alan, fingiendo todavía más pena—. Salí del calorcito de mi cama solo para venir hasta aquí.
Su abrigo claramente no le servía contra el viento, y tenía la nariz roja como tomate.
Era el ejemplo perfecto de preferir el estilo a la comodidad.
Aun así, Mateo no se m