Mateo se acercó a mí y puso su mano en la puerta con fuerza, impidiéndome cerrarla.
El repartidor lo miró, luego me vio a mí, y se fue corriendo.
Mateo mantenía la mano en la puerta mientras me observaba desde arriba. Su mirada era más escalofriante que la brisa en invierno.
Me reí con amargura, sintiendo que el coraje me quemaba por dentro.
¿En serio? ¿No había sido suficiente con lo del hospital? ¿Ahora venía a mi departamento?
Por suerte solo me metí con Camila dos veces. Si le hubiera hecho algo peor, ¿me habría matado?
Intenté contener la tristeza y la rabia que sentía.
Lo miré con dureza y le grité:
—¡Quítate! ¡Quiero cerrar!
Pero en vez de moverse, empujó la puerta con fuerza y entró.
Yo retrocedí, mirándolo con furia:
—¿Qué quieres ahora?
Mateo cerró la puerta y se quedó mirándome, en silencio.
El cigarro en sus dedos seguía encendido, llenando el cuarto de humo.
Sentí asco y rabia. No pude evitar gritarle, agitando la mano:
—¡Lárgate de una vez!
Él se puso aún más molesto.
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