Gael
El aire olía a sangre y a miedo. Mis nudillos estaban en carne viva, pero el dolor era secundario. Frente a mí, Damián sonreía con esa mueca torcida que me había perseguido en pesadillas durante años. El bastardo que había amenazado a Aurora, el mismo que había ordenado el ataque a mi familia.
—Siempre supe que llegaríamos a esto, Gael —dijo, girando la navaja entre sus dedos con una familiaridad enfermiza—. Tú y yo, cara a cara. Como debió ser desde el principio.
El almacén abandonado se había convertido en nuestro coliseo particular. Las goteras del techo marcaban un ritmo irregular, como un metrónomo descompuesto que contaba los segundos antes del desastre.
—Esto termina hoy —respondí, sintiendo cómo la rabia se convertía en algo frío y calculador dentro de mí—. No más amenazas, no más juegos.
Damián se rio, ese sonido áspero que reverberaba entre las paredes oxidadas.
—¿Crees que puedes protegerla? ¿A tu preciosa Aurora? —escupió su nombre como si fuera veneno—. Cuando termin