Gael
Hay algo en la forma en que Aurora evita mi mirada. Es sutil, casi imperceptible, pero llevo demasiado tiempo leyendo a las personas como para no notarlo. Pequeños gestos: sus dedos tamborileando sobre la mesa cuando le pregunto por su día, la manera en que revisa su teléfono a escondidas, cómo cambia de tema cuando menciono ciertos nombres.
Esta mañana la observo mientras prepara café en mi cocina. Se mueve con esa gracia natural que tiene, pero hay tensión en sus hombros. Lleva puesta una de mis camisetas negras que le queda enorme, y su pelo cae en ondas desordenadas sobre su espalda. Cualquiera pensaría que es una imagen de perfecta domesticidad. Yo solo puedo ver las señales de alerta.
—¿Vas a decirme qué te pasa? —pregunto finalmente, apoyándome en el marco de la puerta.
Aurora se sobresalta, derramando un poco de café sobre la encimera.
—No me pasa nada —responde demasiado rápido, limpiando el desastre con un paño—. Solo estoy cansada.
Mentira. La primera de muchas que ven