Dagas invisibles

Kevin había estado vagando como un imbécil durante horas por la ciudad. El volante entre sus manos era un ancla inútil, y la lluvia golpeando el parabrisas parecía una burla constante. Debía odiarla, no amarla. Esa mujer no merecía ni un gramo de su atención, mucho menos el torbellino que lo arrastraba cada vez que la recordaba. Se repitió la frase una y otra vez, como si fuera un rezo capaz de arrancar la herida de su pecho.

El teléfono vibró en el asiento del copiloto. Era un mensaje de su hermana: una fotografía sonriente de compras con sus amigas. La típica imagen de la consentida de la familia, la que nunca había cargado culpas ni cadenas. Kevin suspiró con amargura, preguntándose por qué la vida parecía tan injusta al ponerle a él un peso que no podía soltar.

Se estacionó frente al edificio y fue entonces cuando la vio. Eva, de pie bajo la lluvia, temblando de frío como una estatua abandonada. La ropa empapada se pegaba a su piel y sus labios estaban rojos por el clima. Kevin fr
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