—Raina, este es el dinero que te guardé. Ahora que tú y Noel por fin se casan, úsalo para lo que necesiten —dijo la anciana, tomando la mano de su nieta y poniéndola sobre la de Noel. Luego colocó la tarjeta entre sus manos.
Las lágrimas le corrieron a Raina por las mejillas. No se atrevía a mirarla a los ojos.
La noticia de la boda de Noel estaba en todas partes. Seguramente, su abuela también la había visto, pero, con la memoria desgastada por la vejez, daba por hecho que la novia era ella.
—Noel, prométeme que vas a cuidarla. —Le pidió, aferrándose con fuerza a su mano.
—Tranquila, abuela. Voy a cuidarla toda la vida. Nosotros juramos que jamás nos dejaríamos —respondió él.
A Raina se le apretó el corazón. Cuatro años atrás, en un viaje de trabajo, él la había llevado al Pico del Alba. Frente a la Piedra de los Deseos le juró que la amaría no solo en esta vida, sino en todas las que vinieran. Y, sin embargo, en esa... ya no quedaba nada entre ellos.
Las promesas eran fáciles de romper... y los juramentos, más fáciles de traicionar.
—Raina, Noel, el día de su boda vengan a buscarme. Quiero verlos casarse con mis ojos. —Pidió la anciana.
—Por supuesto, abuela. Ese día vamos por usted y nos da su bendición —respondió Noel. Frente a ella, ya no era el empresario intocable, sino el novio atento que Raina había conocido años atrás.
Al salir de la clínica, ella sentía el pecho apretado.
—Si no vas a cumplirlo, ¿por qué lo prometes? —preguntó en voz baja, temblando.
Si no iba a casarse con ella, ¿para qué decirlo? Si no pensaba traer a la abuela, ¿por qué aceptarlo? Noel no levantó la vista del celular; respondía un mensaje de Marta mientras le contestaba:
—Ella lo olvidará en un rato. Lo importante es que esté tranquila.
Así que todo lo que dijo no fue más que para tranquilizarla. Igual como siempre hacía con Raina.
—Marta me preparó algo para cenar. Voy a su casa, tú toma un taxi —dijo, mostrándole la pantalla del mensaje sin intentar disimular.
Era sincero, sí... pero olvidaba que ella lo amaba y que exhibir así su cercanía con otra le dolía como una puñalada.
—Ajá. —Fue lo único que respondió. Una palabra más y las lágrimas se le escaparían.
El amor podía apagarse, pero el dolor quedaba, desgarrando por dentro.
En esos tres meses había probado el sabor más amargo, y se preguntó, si dentro de una semana, cuando Noel supiera que ella también se casaba, sentiría aunque fuera una mínima parte de lo que ella estaba sintiendo en ese momento.
Él se marchó, perdiéndose con el auto en la oscuridad. Decía amarla, pero la dejaba sola en medio de la noche. Raina no era ingenua. Sabía que el amor de Noel por ella había muerto el día que Marta regresó.
Si todavía la mantenía a su lado, era porque le servía para algo. Así, la semana anterior lo había escuchado decirle a un amigo:
—Si no fuera porque Marta insiste en que Raina organice la boda, ya la habría echado.
Así que solo la retenía para complacer a su prometida.
La tarjeta le quemaba en la mano. Levantó la mirada hacia la ventana del cuarto de su abuela: la luz seguía encendida y su silueta encorvada se recortaba en la cortina.
Raina era huérfana. Su madre murió poco después de darla a luz y fue su abuela quien la crio. Era su única familia. Dos años atrás le habían diagnosticado cáncer gástrico avanzado. Que siguiera viva hasta ese día era casi un milagro.
Su único deseo era verla casada, verla feliz. Raina no iba a romperle el corazón. Sacó el celular y escribió a la persona fijada de sus conversaciones:
“¿Quieres casarte conmigo?”