Cuando Rita abrió la puerta, lo primero que envolvió a Raina fue el olor a comida recién hecha. Un aroma simple, casero, que de inmediato acortó la distancia entre las dos.
Volver a ver a Rita no era fácil. No solo significaba reencontrarse con alguien del pasado, sino también con recuerdos que Raina había preferido dejar enterrados.
Pero el olor de una olla al fuego, del sofrito, de la cocina de todos los días siempre había sido el mejor calmante. Apenas lo sintió, se vio de vuelta en aquellos años en que se colaba en casa de su entrenadora para gorrear un plato, y el nudo por dentro se aflojó un poco.
Rita también lo había pensado. Sabía que Raina llegaría cargada, y mejor que nadie sabía cómo bajarle la guardia.
A Raina se le coló una gratitud silenciosa. Al entregarle el regalo, no se guardó el comentario:
—Huele riquísimo. Con solo entrar ya dan ganas de sentarse a comer.
—Entonces pasa, lávate las manos y siéntate —respondió Rita, tomando el regalo con naturalidad, sin vueltas ni