Noches de Luna y Deseo
Noches de Luna y Deseo
Por: Jaly18_26
Capítulo 1

Jayden Hendrix:

 Cuando pasas demasiado tiempo solo, empiezas a anhelar encontrar a esa persona especial.

Esa que, en lo más profundo de ti, sabes que está destinada a cruzarse en tu camino… aunque aún no tenga el privilegio de conocerte.

Mí luna, sin duda, quedará deslumbrada. Sin aliento. Porque frente a ella tendrá al hombre más impresionante que jamás haya pisado esta tierra.

Ella tendrá tierras, castillos, vestidos bordados con hilos de oro, y un ejército que arderá si desobedece su voluntad. Pero, sobre todo, tendrá al mayor tesoro de mi reino:

A mí

Lo sé. Es afortunada.

Me examino con meticulosidad frente al espejo, cuidando que cada detalle de mi atuendo sea impecable. El traje negro de gala cae con precisión sobre mi cuerpo atlético. Mis ojos recorren cada línea, asegurándome de no haya imperfecciones que puedan arruinar mi apariencia. Y el cabello rojizo como el fuego, enmarca mi rostro de piel clara, resaltando mis ojos azules.

Con sumo cuidado, coloco mi corona de rubíes sobre la cabeza. Cada joya brilla intensamente, añadiendo un toque de extravagues a mi atuendo.

Estoy listo para enfrentar las quejas diarias, que son una constante en la vida de un monarca. Siempre es lo mismo; suplicas, demandas, problemas que parecen no tener fin. Pero, a pesé a todo, un rey debe vestirse con dignidad, no solo para mí, sino para mantener la imagen de poder que mi manada espera. Sin embargo, debo admitir que son un verdadero dolor de cabeza; sus problemas mundanos siempre parecen ocupar más tiempo del que me gustaría.

Al abandonar mis aposentos, recorro los pasillos de mi magnifico castillo, una obra que yo mismo diseñe con atención meticulosa a cada detalla. Las paredes están adornadas con detalles en oro, y tapices que narran la historia del linaje Hendrix por cientos de generaciones.

Cada escultura, detalles en las paredes, y pinturas exuberantes, gritan lujo como antigüedad, dándole un toque único a mi humilde hogar.

El eco de mis pasos resuena en el mármol pulido, mientras me acerco al comedor principal. La vista del candelabro de diamantes que cuelga del techo me irrita. Antaño lo consideré una joya, pero ahora su presencia me parece anticuada. Debo recordar ordenar que lo reemplacen por algo más moderno, algo que se ajuste a la imagen que quiero proyectar.

Me siento a la cabecera de la larga mesa de roble oscuro, esperando con ansias mi comida favorita: la carne. Solo imaginar su textura jugosa me hace estremecer. Y mi lobo interior, gruñe, por esperar demasiado tiempo el exquisito platillo. 

 Salgo muy pronto de mi alucinación cuando huelo el platillo acercarse. La comida es servida con esmero por mis sirvientes, quienes me observan con la absurda esperanza de una aprobación que no pienso conceder.

Tomo los cubiertos con precisión, como si cada movimiento fuese parte de un ritual. Cada bocado es un deleite, una explosión de sabor que confirma, una vez más, que nadie en este reino puede servirme algo menos que perfecto. La carne, en su punto exacto de cocción, se desliza sobre mi lengua como una promesa cumplida. Me permito saborear con calma, dominando el tiempo a mi antojo. Al terminar, limpio mis labios con una servilleta de lino, me levanto y me dispongo a encarar las obligaciones del día.

Me dirijo a la sala del trono, el lugar donde escucharé las quejas y peticiones de mi manada. El camino está envuelto en un silencio sepulcral, roto únicamente por el eco de mis pasos. Sé que lo que me espera será tedioso, pero es parte del deber de un rey. Al entrar en la sala, mi trono me recibe, imponente y majestuoso. Me siento en él. Llamo a una sirvienta para que coloque una mesita a mi lado, para organizar los papeles del día. 

 La joven se apresura a cumplir mi orden, y ahí está: el rubor en sus mejillas, el temblor sutil en sus manos. Como si yo no me diera cuenta. Patética. Una sirvienta no debería mostrar tales emociones, al menos no en mi presencia.

—¿Te tiemblan las manos o es que tienes frío? —pregunto sin mirarla directamente, hojeando los papeles con desdén.

—No, mi señor —susurra—. Solo… estoy honrada de estar tan cerca de usted.

Alzo una ceja. Vaya.

—¿Honrada? —repito, dejando el papel de lado, al fin mirándola. Sus ojos bajan de inmediato, como deben hacerlo. Pero hay algo más.

Se queda allí, de pie, un segundo más de lo necesario.

—Eso será todo. Puedes retirarte —digo, frío. Implacable.

Pero no se mueve. O no lo hace con la rapidez que espero.

Yo no tolero la insolencia, y mucho menos la estupidez. Estoy a punto de repetir mi orden, cuando su voz se atreve a rozar el aire de la sala con una frase que no debería haber salido jamás de su boca:

—Dicen que el trono no es lo único grande que tiene, mi señor…

La sonrisa arrogante se borra de mis labios.

El silencio se vuelve insoportable. Incluso los guardias parecen contener el aliento.

Mis dedos se detienen sobre el pergamino, mis ojos se alzan lentamente hacia ella. Ya no hay rastro de nerviosismo en su rostro, solo una expresión mezcla de desafío y deseo. Una sonrisa casi imperceptible se dibuja en sus labios, como si creyera que me halaga.

Mi mandíbula se tensa.

—¿Qué dijiste? —repito, con un tono bajo, mortal, mientras la furia comienza a hervirme en la sangre.

Ella retrocede, como si apenas entonces comprendiera la magnitud de su error.

Demasiado tarde.

Mis dedos se cierran con lentitud sobre el borde de la mesa. El aire pesa.

—Guardias… —mi voz es un susurro afilado—. Llévenla…

Los soldados se acercan con rapidez. La toman del brazo. Ella intenta resistirse, pero su fuerza es insignificante. Empieza a suplicar, su voz se quiebra. Llora, balbucea excusas, implora por misericordia.

Nada de eso me conmueve. La compasión no es un atributo que me sobre.

—Por haber cruzado una línea que jamás debiste imaginar… —me pongo de pie, cada palabra cargada de juicio divino—. Tu castigo será…

—Esperen…

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