Capítulo 3

Señales Olvidadas

Arthur Winters dejó el teléfono a un lado, pensativo. La conversación con Rafaele le había removido un recuerdo que, aunque había intentado enterrar, volvía ahora con fuerza.

Había ocurrido tres años atrás.

Rafaele Moretti lo había visitado en sus oficinas de Londres, acompañado de su hijo. Dante Moretti, con veinticinco años, recién terminado de cursar su maestría en economía internacional, era la viva imagen de la disciplina y el porte de su familia: alto, de hombros anchos, con la seriedad de alguien acostumbrado a cargar responsabilidades antes de tiempo.

Arthur recordaba que Dante no había llegado solo: una elegante joven inglesa lo acompañaba, conversando animadamente sobre galerías de arte. El despacho se llenaba de la charla ligera, mientras los dos viejos socios intercambiaban informes financieros y recuerdos de antaño.

Entonces, la puerta se abrió de golpe.

- ¡Abuelo! - la voz temblorosa de Serena irrumpió en el salón.

Arthur se giró sorprendido. Serena, con apenas quince años, todavía con su uniforme escolar, tenía los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas.

- ¿Qué ocurre, hija? - preguntó Arthur, alzándose de inmediato.

La joven, entre sollozos más de rabia que de fragilidad, explicó atropelladamente:

- Damian… me dejó en el colegio. Dijo que volvería por mí, pero se marchó con sus amigos ¡Estuve esperando horas!

Arthur sintió la punzada de decepción por su nieto de dieciséis años, pero antes de poder responder, notó algo.

Dante no podía apartar la vista de Serena.

El joven Moretti había quedado suspendido en el tiempo, embobado, como si la entrada de aquella muchacha de trenzas despeinadas y dignidad herida hubiera borrado todo lo demás en la habitación. La inglesa que lo acompañaba frunció el ceño, incómoda, pero él ni siquiera lo notó.

Rafaele, que no perdía detalle, observó con picardía la escena y luego giró apenas el rostro hacia su amigo. Le guiñó un ojo a Arthur, como diciendo:

Mira bien, el destino ha decidido por nosotros.

Arthur fingió no darse por aludido, aunque en el fondo una chispa de reconocimiento había prendido también en su pecho.

Serena, al percatarse de que no estaban solos, se sonrojó.

- Lo siento. No sabía que... - murmuró con torpeza, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. Dio una breve reverencia y se retiró apresurada, con la cabeza gacha.

Pero ya era tarde. En aquel instante fugaz, había dejado una huella profunda en Dante Moretti.

Arthur lo recordaba con claridad: la forma en que el joven la había seguido con la mirada hasta que la puerta se cerró, el leve apretón en la mandíbula que revelaba la intensidad de una emoción inesperada.

Y ahora, al pensar en ello, Arthur supo con certeza que la historia estaba dando un giro que había comenzado mucho antes de lo que todos creían.

Damian había sido un tonto. No valoró a la mujer que le entregaba su afecto y ahora el destino estaba siguiendo su curso.

Solo esperaba que su nieta no sufriera más en el futuro.

La Gala

El salón del hotel en Mayfair brillaba con la opulencia propia de la ocasión. Cristales tallados, música de cuerdas en vivo y copas de champagne que chispeaban bajo la luz de las arañas.

Arthur Winters entró acompañado de Serena Whitmore, a quien él consideraba su nieta, y por un instante, todas las miradas se dirigieron a ellos. Serena llevaba un vestido de seda azul medianoche que resaltaba la delicadeza de sus facciones, pero no era solo su belleza lo que atraía las miradas: era la serenidad con la que caminaba, el porte que hablaba de una joven educada para estar en ese mundo y aún así, distinta.

Arthur, orgulloso, apenas disimuló una sonrisa satisfecha al darse cuenta de las miradas. Saludaba a los invitados con firmeza, mientras la joven lo secundaba con naturalidad, como si hubiera nacido para aquel papel.

- Eres una joya, hija mía. - murmuró él, al inclinarse hacia ella.

Serena le sonrió con dulzura, aunque en su interior la herida aún ardía. Se hizo el ánimo para saludar a los invitados junto a su abuelo y sonreir aun cuando tenía ganas de salir y no tener que encontrarse con Damian.

Media hora después, el murmullo cambió en el salón. El heredero Winters apareció en la entrada: impecable en su traje negro, sonrisa confiada, el andar de quien se sabe deseado.

El corazón de Serena dio un vuelco, no de amor, sino de rabia contenida. Lo había visto apenas esa tarde, desnudo en su traición con esa mujer y ahora él entraba al lugar como si nada. Sabía perfectamente lo que esperaba de ella: que hiciera una escena, que lo señalara frente a todos, que revelara su dolor. Pero no le daría el gusto.

No me verás humillada, pensó con frialdad. No seré esa mujer. Mañana, cuando mi vuelo parta, dejarás de tener poder sobre mí.

Mientras tanto, Arthur lo miraba desde la distancia, el gesto endurecido, aunque se mantenía erguido y cordial ante los demás.

Fue entonces cuando Winters se le acercó. Alto, de mirada oscura y sonrisa ladeada, se inclinó hacia Serena con un aire descaradamente coqueto.

- Señorita Whitmore. - dijo, con una reverencia ligera - El azul le queda tan bien que temo que opacará a todas las damas esta noche.

Arthur, que lo observaba, suspiró entre dientes. Conocía ese brillo en los ojos de Damian. Un tonto, igual que los jóvenes de su edad, pensó con resignación, aunque en el fondo sabía que no era exactamente lo mismo.

Antes de que Serena respondiera, Damian le extendió el brazo para tomar su mano.

- Bailas conmigo. - dijo, más como orden que como invitación.

No quería darle motivos para montar una escena, así que asintió en silencio. Damian frunció el ceño, pero no insistió, llevándola a la pista de baile con un gesto que no ocultaba del todo su disgusto.

Serena posó su mano en la de Damian, rígida, fría. La música los envolvió mientras se deslizaban por la pista.

Él sonrió con ese mismo aire encantador que tantas veces la había hecho ceder.

- Te ves hermosa esta noche. - susurró, seguro de su efecto.

Pero Serena ya no lo escuchaba como antes. En su interior, las palabras eran ecos huecos. Lo veía como realmente era: un hombre atractivo, sí, pero vacío, infantil en su egoísmo, incapaz de dar lo que ella quería.

Y que ahora entendía, merecía.

Le di mi primera vez… El pensamiento la atravesó como un cuchillo. El recuerdo del engaño en su cama aún le revolvía el estómago. Y todo para descubrir que no valía nada para él.

Sintió asco, vergüenza… y, sobre todo, una determinación creciente.

Jamás volverás a tocarme. Jamás volverás a tenerme como una tonta a tus pies. Este es el último baile, Damian. El último. No seré una víctima cliché con la que puedas jugar.

Cuando la música se detuvo, Serena sonrió. Una sonrisa perfecta, encantadora, que confundió a Damian porque no era la de una mujer herida, sino la de alguien que ya había tomado una decisión irrevocable. Esperaba que le dijera algo por no haberla seguido cuando lo encontró en la cama o por la mujer entre sus piernas... Nada... Y eso lo desconcertó. En su confianza inmadura creyó que Serena lo dejaría pasar, como tantas otras cosas que le había hecho. Olvidar sus cumpleaños, dejarla plantada en una cita, no llegar a un compromiso por irse de fiesta con sus amigos... Ella siempre lo perdonaba. Sería igual esta vez.

Él la afirmó de la cintura y la atrajo de regreso hacia él, satisfecho en su arrogancia.

- Baila conmigo de nuevo, Serena... Siempre hemos bailado bien juntos. - le dijo con coquetería.

Serena lo observó en silencio y lo siguió con la gracia que siempre había mostrado, pero por dentro, el capítulo ya estaba cerrado para ella.

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