Silvia seguía gritando y armando un escándalo sin importar el lugar ni la gente que la rodeaba. Su padre, al verla perder el control frente a tantos líderes, no dudó en soltarle una bofetada.
¿En qué clase de ocasión creía que estaba?
¿Cómo se atrevía a hacer semejante espectáculo?
El señor Morales, al fin y al cabo, no era más que un pequeño accionista dentro del consejo escolar, alguien que apenas había comprado su asiento y que siempre tenía que medir cada palabra frente a los demás directivos. Y ahora su hija lo estaba dejando en ridículo frente a todos.
—¡Papá!
—¡Cállate y lárgate de aquí! —rugió él, fuera de sí—. ¡Si no quieres estudiar, entonces vete a la casa y no vuelvas! ¿Quién te dio derecho a andar abusando del nombre de la familia, haciéndote la poderosa? ¿Ya olvidaste lo que te enseñé?
El hombre le lanzaba miradas cargadas de advertencia, intentando hacerla reaccionar.
Pero Silvia, cegada por la rabia, no atendía razones. En su cabeza solo había una certeza: todo aquello