La reclusa levantó la mano, dispuesta a darle otra lección a Sofía Valdés, cuando a lo lejos tronó la voz de Alejandro:
—¡Alto!
La mujer se quedó helada. Giró la cabeza y vio al hombre de traje oscuro avanzar hacia ellas con el rostro endurecido.
El jefe de la estación corrió a abrir la reja para dejarlo entrar.
El interior de la celda era un paisaje de sangre y mechones de cabello en el suelo. Sofía yacía en un rincón, medio inconsciente. Su ropa estaba desgarrada, su cuerpo cubierto de moretones y heridas abiertas; el brazo derecho manaba sangre, tan inflamada y amoratada que daba miedo verla.
Alejandro sintió cómo se le encogía la pupila, el rostro se le puso pálido.
El poli, al ver la escena, se quedó sin palabras. Con el ceño fruncido, miró a las reclusas y masculló en voz baja:
—¿Quién les dijo que la golpearan tan fuerte?
—¿Pues no fue usted el que dijo… mientras no se muriera? —respondió la mujer con un temblor en la voz.
La mirada de Alejandro se volvió aún más oscura.
—Vaya c