Sofía esbozó una sonrisa sutil.
Esta vez, le tocaba a ella sentarse en la primera fila y ver cómo se desarrollaba la farsa.
—Señor y señora Salvatierra.
Luisa ya había divisado desde lejos al presidente del Grupo Salvatierra, un hombre de peso en la ciudad, con una influencia tan sólida como inquebrantable. A su lado, Lidia Salvatierra, su hija, era la joya más preciada de esa corona empresarial.
Lidia pertenecía a esa clase de mujeres que parecían haber nacido con todas las cartas ganadoras: hija única de una familia adinerada y culta, criada entre libros, flores y privilegios, adorada desde la cuna. Y pese a ello, siempre había sido una joven serena, gentil y de modales impecables.
Con semejante combinación de gracia, inteligencia y linaje, tenía los “buffs” —como dirían algunos— al máximo. No era de sorprender que no sólo Luisa la considerara una nuera ideal; varios altos ejecutivos de otras compañías también la veían como la esposa perfecta para sus herederos.
En su momento, hasta