—¡Sofía Valdés! ¡Todo esto es por tu culpa!
Aunque su rabia se desbordara, de poco le servía. Ahora que Alejandro le daba respaldo a Sofía, ella podía caminar con la cabeza bien alta por toda la ciudad como si le perteneciera.
No había pasado mucho cuando Luisa contestó la llamada de su hijo. Al llegar al lugar, lo encontró de pie, tambaleante y mugroso, en una calle lateral frente a la casa de los Rivera.
—¡Hijo! ¿Cómo pudiste terminar en este estado? —exclamó Luisa, horrorizada por el olor que desprendía.
—¡Todo es culpa de esa maldita de Sofía! —soltó Tomás, con los ojos inyectados de rabia—. ¡No sé qué hechizo le echó a Alejandro, pero me encerraron toda la noche como a un animal! ¡Mamá, tienes que hacer algo! ¡Tienes que vengarme!
Luisa, aún sin entender del todo la gravedad del asunto, frunció el ceño con preocupación.
—Esa muchacha ya no es como antes… no se deja tan fácil. Pero cálmate, hijo. Ve a bañarte, cámbiate de ropa. Hoy en la noche celebramos tu cumpleaños, ¿recuerdas?