—Tía, él ya no es ningún niño. Es mayor de edad —soltó Sofía Valdés, con una calma tan afilada que le cortó el aliento a Luisa Jiménez.
—Y ya que estamos en eso —continuó, con voz firme—, déjame dejarlo claro de una vez por todas: no solo la casa está a mi nombre. La empresa también. Todo lo que dejó mi padre, salvo los cinco millones que les tocó y el derecho a vivir aquí, me pertenece. Nada más es suyo. Así que si vuelves a levantarme la voz, no me temblará la mano para sacarlos de aquí, madre e hijo. Te lo aseguro… y no ganarían ni con abogados.
No había manera de malinterpretar sus palabras.
Tomás se quedó lívido.
Luisa, pálida como el yeso.
Sofía, satisfecha con el efecto de su declaración, se levantó y subió las escaleras sin mirar atrás.
—¡¿Pero qué se cree?! —estalló Tomás, y de un manotazo, lanzó una taza contra el suelo.
Sofía aún no había llegado al segundo piso cuando oyó el estruendo. Se detuvo en seco y giró ligeramente la cabeza.
—Todo en esta casa me pertenece —dijo sin