La ciudad se cubría de sombras a medida que la noche caía sobre Moscú. El aire tenía un peso extraño, como si el silencio supiera lo que se avecinaba. Bajo las luces tenues de un callejón en el barrio industrial, varios hombres armados esperaban en sus posiciones. Nadie hablaba. Nadie osaba romper la tensión. Todos sabían quién estaba por llegar.
Un rugido lejano anunció el arribo del jefe. El rugido de un Mercedes-Benz blindado con vidrios oscuros, que se detuvo en seco frente al almacén. La puerta trasera se abrió y Mikhail Baranov emergió de la sombra como un dios entre mortales.
Vestía de negro absoluto, una camisa de seda que delineaba su cuerpo atlético bajo el abrigo largo, guantes de cuero que ocultaban la violencia de sus manos, y una mirada tan fría que podía helar la sangre de cualquiera. Un halo de autoridad lo precedía. No necesitaba hablar para ser obedecido.
A su lado, Dimitri caminaba como su sombra, revisando el perímetro.
—Todo limpio. Los hombres están listos.