La primera luz del amanecer se filtraba tímidamente por los ventanales de la Residencia Fort, pintando de tonos ámbar y rosados las paredes silenciosas de la antigua casa de verano. Barcelona despertaba lentamente, con sus calles aún adormecidas y el aire impregnado del aroma salino del mar Mediterráneo. Desde la colina donde se erguía la residencia, la ciudad parecía un lienzo extendido, aún cubierto por la bruma matinal.
Alexandra estaba despierta desde hacía un buen rato, con una manta sobre los hombros y el cabello recogido en un moño deshecho, observando el cielo clarear desde la cocina principal. Había bajado descalza, sin hacer ruido, cruzando el gran pasillo de mármol con pasos ligeros. Encendió una sola luz, cálida, acogedora, que no rompiera la calma de la casa. El silencio era absoluto, interrumpido solo por el tic-tac lejano del reloj del recibidor y el susurro del viento en los balcones.
Instintivamente, abrió la alacena y comenzó a sacar algunos ingredientes. Harina, hu